Los puntos flacos de la democracia
Un ser humano al natural no sabe si está eligiendo o está siguiendo una ruta de pensamientos y predilecciones prefabricadas. Peor aun puede ser el caso de un pueblo manipulado, no tan sólo por los azares de un código genético, las condiciones sociales de la época y los traumas infantiles, sino también por el lavado cerebral que produce el sistema de mercado, con una mentalidad de consumo como herramienta preferida de la alienación colectiva.
Cuando definimos democracia como el gobierno del pueblo, remitiéndonos a su etimología griega, nos resulta fácil suponer que no puede haber otra forma más justa ni mejor de gobernar y ser gobernados. Tal complacencia, sin embargo, se desvanece en la vida cotidiana de las democracias latinoamericanas y prueba de ello son los números rojos que aparecen, entre otras cosas, en los indicadores del déficit social y en la voluminosa deuda externa.
Además de lo extremadamente fácil que resulta vulnerar sin mayor delito tal gobierno popular mediante los vacíos que aparecen bajo la interpretación de las leyes y la habilidad de ciertos asesores muy letrados, también existe la problemática que surge respecto a si está o no, el pueblo, preparado para autogobernarse.
Tal vez la primera consulta pública debería ser: ¿Está la población lo suficientemente informada y capacitada para intervenir en la gobernatura del país?
Ahora, bien, existe una incógnita todavía más básica que, por lo general, nadie se plantea y que tiene que ver con todo esto:
¿Está el pueblo de acuerdo con el sistema democrático? Lo cierto es que el sistema de gobierno democrático presupone muchas cosas que son dignas de analizar cuidadosamente. Empezando con una consigna axiomática, que viene implícita en la idea democrática, de tipo imperativa y que no está sustentada en razonamiento “resistente” alguno: El mejor gobierno es el que está constituido por las mayorías.
¿Cuál es entonces el ideal que persigue todo ordenamiento político? ¿Concebir un sistema que conduzca al progreso social o en forma independiente a este objetivo simplemente garantizar la voluntad política de la mayoría?
Decididamente el pueblo no podría especializarse en tomar decisiones de Estado ya que, para eso acude, la “democracia”, a los que saben sobre estas cuestiones. Entonces tampoco sabe lo que está decidiendo porque siempre tendrá que confiar en los datos aportados por los científicos, estadistas, ingenieros, etc.
Volvamos a los supuestos de los que hablábamos. El respeto de las libertades individuales presupone siempre que tales libertades existen a la sombra de una voluntad real del individuo.
En la “Libertad de asociación”, donde aparecen los partidos políticos; la “ Libertad de reunión”, que se plasma en las asambleas; la “Libertad de expresión del pensamiento, pragmatizada en la propaganda y, finalmente, como para impermeabilizarse ante las opciones externas, se garantiza una educación pública laica y apolítica. Todas estas garantías de la democracia dan por hecho la existencia de una capacidad humana de elección entre distintas alternativas.
Pero la idea de este breve ensayo es cuestionar finalmente la utopía de voluntad libre, especialmente cuando vemos que nuestra voluntad engorda el bolsillo de personas ajenas.
Resulta extraño ver como se forman grandes estructuras morales, jurídicas y religiosas sobre un asiento tan endeble como lo es el ser humano. Digo débil en el sentido de que no se “sostiene” por sí, no se contiene, y aludo a esto echando mano de la idea “tomasina” de la contingencia.
El hombre no sabe de dónde viene, porque razón existe y adonde va después de que muere. Poco puede hacerse verdaderamente justo o ajustado desde tan breve espectro de acción y parámetro.
Este limitante afecta naturalmente cualquier tipo de libertad si es que puede hablarse de grados de libertad proporcionales al grado de conciencia que el ser humano tenga del universo y de sí mismo.
Por eso no cabe hablar de democracia cuando nos estamos viendo y percibiendo como respuestas a una demanda, como medios del sistema, como trabajadores de una fábrica de insatisfacciones.
Distinguimos entonces algunos problemas evidentes en las formas democráticas de gobierno:
- ¿Existe hoy un conocimiento popular lo suficientemente consistente como para asegurar al votante libertad genuina a la hora del sufragio?
- ¿Funciona algún órgano estatal que modere el conductivismo masivo hacia el mercado que “el sistema dominante” ha establecido?
- ¿Cómo se garantiza que estas mayorías son efectivamente libres y sabrán gobernar y conducir al pueblo hacia un objetivo feliz?
Más allá de que el gobierno se vuelque a la masa esto no significa que la masa identifique sus problemas sociales, los interprete y tenga ella misma las soluciones.
El gobierno de las mayorías puede no significar la mejor forma de evolución social siendo además, desde sus comienzos, una pantalla para ocultar la verdad: El gobierno de los dueños del mercado.