Que trabaje el mundo, pero no los niños

"errores" del sistema de producción y consumo... la democracia que no quiero...

Que trabaje el mundo, pero no los niños

Confieso no conocer el trabajo infantil. Jamás, en aquellas ciudades donde respiro para armar mi vida, he visto un niño en su nómina. Y es un hecho que agradezco a mi sociedad cubana el no tropezar con las desiguales miradas de un crío que añora nuevo juguete y otro que solo ansía un plato de comida al término de sus muchas horas de labor.

No encuentro cómo existir con panorama tan triste. ¿Cómo vivir conmigo misma sabiendo que la imaginación y los sueños mozos se arrinconan por la necesidad de sobrevivir, de compartir con la familia lo ganado, cumplir las órdenes de unos padres duros, o independizarse para salir del infierno que puede ser la casa?

Hay tantas causas que bordan las historias de estos pequeños que uno no puede considerarles menos que esclavos de la desigualdad, ahijados de la desprotección del Estado, “errores” del sistema de producción y consumo, “arrinconados” del mercado.

Las tristezas me las alcanzan los filmes, noticias y documentales de otras ciudades de este mundo. Que hay…. más de 246 millones de niños según la UNICEF, unas 22 veces la población de mi país, ganando la vida con sus flacas fuerzas, muriendo en canteras de sol a sol, pagados por la inescrupulosidad de quienes buscan mano de obra barata, sin garantías de quienes penan por una fácil fortuna.

Están los que trabajan en prostíbulos, los que las minas enclaustran, huelen a pesticidas, o la industria pesada acoge, los que trafican drogas y dejan la ingenuidad en las calles antes de los diez años, y cobran las vidas de cientos por unos billetes, y arman el mórbido placer de otros obligados por el miedo o la protección ficticia de un patrón que si se traiciona, mata.

Existen los que trabajan obligados para sus familias o para otros, los que no saben siquiera donde están, los que se trafican, los que mueren en la desesperación, y los menos que logran escapar, salir adelante, o pagarse estudios y hacerse de una profesión.

Y estamos los demás, los que les creamos una democracia que no siempre les protege, que les hace vulnerables, que les obliga a trabajar para sobrevivir. La democracia que no quiero, la “libre sociedad” que no añoro, con sus familias agonizantes en la miseria extrema y la disfuncionalidad.

Porque ¿qué tipo de sociedad tan humana es esa que llena de tecnología y objetos bonitos la vida de uno de sus menores, y olvida al hijo del otro, aunque sea a uno solo de sus hijos, en el desamparo, envuelto en papel de periódico para pasar la noche, enrareciendo el aire de sus pulmones en una mina, en vez de estar jugando y conquistando el universo con su espontaneidad?

Donde vivo, abundamos en problemas para la conquista de una sólida economía y de un mundo material doméstico común en otros lares. Mas si el precio a pagar por esos bienes fuese la sonrisa de un niño, quizás el mío, truncada por el trabajo adulto y la conciencia demasiado temprana de las crueldades de este orbe, creo que es preferible quedar lejos de ese “paraíso” de ensueño vano, sólo para conservar la pureza de una mente que debe tomarse su tiempo para crecer.

Desconozco el trabajo infantil en mi vida. No me pasa por el lado. No convive en mi propia ciudad, ni en mi país. Veo a diario a padres que se esfuerzan porque sus hijos sólo tengan una responsabilidad en la vida: Estudiar y crecer como hombres de bien.

Y aún así, me duele el saber que en algún predio de este mundo una pequeña manita se aferra a un instrumento diario para subsistir, y respira un aire cargado de realidad, de hipocresías, y malezas, de buenos gestos aislados, de obsesiones, perezas, en vez de hadas y principados que los armen de sueños para encarar el futuro aunque no le otorguen la certeza de un universo mágico.

El trabajo infantil no es cosa nueva. El mundo por sí solo no va cambiar. Necesita de ti cada minuto. Suma tu voz y tus actos a la igualdad

Porque esas “tontas armas” de cuentos infantiles, nos trazan muchas veces el camino a la utopía, la resistencia para levantarnos y ese próximo paso que, una vez adultos, creemos con frecuencia no somos capaces de dar.